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Los días transcurrieron velozmente. La ciudad estaba de fiesta. Para inaugurar la Exposición Universal habían llegado de Madrid la reina Madre y su augusto hijo Alfonso XIII, el Rey, de cortos años, junto con las Infantas y el séquito; llegó también el jefe del Gobierno, Sagasta. Las calles de la ciudad se abigarraban con los uniformes multicolores, con la gente forastera, los extranjeros. ¡Había que ver el recinto de la Exposición! Habían sido abiertas amplias alamedas, todas maravillosamente enarenadas; lindos palacetes donde sorber una limonada dulcísima, donde tomar un granizado de color celeste. Habían sido edificados grandes hoteles, uno de ellos el Internacional, en el corto espacio de cuarenta y dos días, poblados de una multitud abigarrada y curiosa que venía de París, de Londres, de Viena... ¡de Europa!... Por las calles, multitud de marineros de nacionalidades diversas daban a la ciudad una pincelada de color ebrio, de ajenjo, de pintura al óleo. Los barcos de las escuadras francesa, inglesa, holandesa y americana estaban fondeados en las afueras del puerto y, mezcladas todas las clases sociales, las gentes invadían las "Golondrinas" y navegaban una hora para alcanzar a ver, entre los horrores del mareo, las panzas colosales de los buques que emergían de la mar cargados de gallardetes. Por la noche se organizaban serenatas, bailes, sesiones de magia y de lucha de gallos en el recinto de la Exposición; conferencias, conciertos, actos de confraternidad entre las naciones. Era el desfogue de los brindis fastuosos y cordiales, de las promesas de eterno afecto, de los juramentos de fidelidad a la monarquía, a la dinastía, a la libertad... La Reina paseaba con sus hijos en landó por el parque, tan cerca de los curiosos que éstos podían oler el perfume fino que emanaba de aquellos tules palaciegos y decir luego en casa: "Me ha sonreído a mí".
Ignacio Agustí, Mariona Rebull, Bibliotex, Barcelona 2001, página 85.
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