Aunque se pasaron los tiempos
del pesimismo hispano y del masoquismo intelectual, no poco españoles creen
vivir en una nación enferma, cuya historia es el relato de un inveterado atraso
y de una interminable decadencia. La leyenda negra nos ha hecho mucho daño y
hemos acabado interiorizando las maldades que desde el extranjero se han dicho
de nosotros. Aún hoy, después de una transición modélica, pervive la idea de
que los españoles somos en el fondo particularmente crueles y fanáticos.
Resucita el viejo cliché del español de sangre caliente que, como única
manifestación de su personalidad, se veía arrastrado a pesar suyo a adoptar
posiciones extremas de guerra civil y no lograba escapar a la maldición bíblica
de la violencia y la furia cainita. La tragedia de 1936 no era un hecho
histórico evitable sino una especie de fatalismo temperamental, un elemento
sustancial de nuestro carácter que llevaba dentro de sí la tendencia
irrefrenable a la contradicción, la indisciplina o la anarquía.
Sin embargo, nuestros tiempos
de ensañamiento e incomprensión no fueron más desdichados que los de otros
países europeos, y con facilidad nos olvidamos de la pasión tan española por la
libertad del hombre, de la lucha por su libre albedrío, de la defensa del
derecho de gentes, de la construcción de un Estado en el que al Rey se le
recordaba continuamente su autoridad limitada por el bien común. ¡Qué
exhibición de talento y sabiduría la de Salamanca del siglo XVI con Francisco
de Vitoria al frente de la mejor intelectualidad europea! Cuando por todo el
viejo continente se halagan los oídos reales con argumentos divinos del poder
coronado, a orillas del Tormes los filósofos y teólogos españoles defienden la
existencia de leyes emanadas del pueblo, cuya modificación solo era posible con
el consentimiento de la comunidad.
Fernando García de Cortázar. ABC, 12 de julio de 2020
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