Pero las consecuencias del escándalo y del mismo proceso fueron extraordinarias, tanto para el desprestigio de la realeza como para el fervor de los procesados. Todo el mundo -refería Escoiquiz-, insistiendo en el odio contra la reina y el favorito- se quitaba ya la mascarilla. Las gentes de El Escorial, las del monasterio, las tropas de la guardia; los cortesanos mismos manifestaban en los semblantes la tristeza y el furor. Y, poco después, el drama se convertía en pura comedia, cuando los jueces de El Escorial recomendaron al rey que pusiera en libertad a los procesados.
Mientras tanto, Napoleón enviaba tropas a la Península en cuantía mayor a la estipulada en el tratado de Fontainebleau. Y mientras aumentaba la impopularidad de Godoy se fragua la revolución que -tras el preámbulo de El Escorial- va a desatarse finalmente en Aranjuez. Y que no solamente significó el derrocamiento del valido y la abdicación del rey de España, sino la victoria de Fernando y su partido. Dado que, por otro lado, Napoleón se había convertido en árbitro de las querellas de la familia borbónica, la corona española se convierte de hecho y de derecho en un apetitoso juguete en manos del francés. A partir de entonces, los destinos de España se encontraban en manos de Napoleón. Pero los españoles se conjuraron para -a pesar de la voluntad de sus reyes o de la lejanía del Deseado- combatir por su independencia. Y en esta lucha atroz el nuevo soberano se convertirá en todo un mito que explica los comienzos del reinado. Luego vendrá la realidad.
Manuel Moreno Alonso, La España de Fernando VII,
Cuadernos de Historia 16, núm. 290, Página 10, Madrid, 1985.
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