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A partir de la reforma juliana del año 46 a.C., el calendario romano se regiría, al igual que el nuestro, por el movimiento de traslación de la Tierra alrededor del sol. Los doce meses de nuestro año guardan el orden, la extensión y los nombres que les otorgaron el talento de César y la sabiduría de Augusto. A comienzos de la época imperial, todos los meses, incluido febrero, en los años ordinarios y en los bisiestos, tuvieron el mismo número de días que los meses actuales; pero, además, la influencia de la ciencia astrológica, debilitada por su paso a través de distintas religiones y sistemas, aún sirvió para introducir en el calendario, junto a la vieja división oficial de las "calendas" (primer día de cada mes), las "nonas" (los días 5 o 7 de cada mes) y los "idus" (días 13 o 15 de cada mes), el uso de las semanas de siete días, subordinados a los siete planetas cuyo movimiento, se creía, regía el Universo. Esta costumbre iba a arraigar tan profundamente en la conciencia popular que, a comienzos del siglo III de nuestra era, Dion Casius la considerará específicamente romana; como asimismo arraigó la sustitución del día del Señor -dies Dominica- por el día del sol -dies Solis-, costumbre que sobrevivió a la decadencia de la astrología y al triunfo del cristianismo en muchas lenguas europeas (Sonntag-Sunday). Por último, cada uno de los siete días se dividía en veinticuatro horas cuyo punto de partida no era el amanecer, según costumbre en los babilonios, o el anochecer, según los griegos, sino a medianoche, como sucede en la actualidad.
Jérôme Carcopino, La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio,
Barcelona, Círculo de Lectores, 2004, páginas 175 y 176.
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