Grande fue la honra que merecí a la nación española eligiéndome para ocupar su trono; honra tanto más por mi apreciada, cuanto que se me ofreció rodeada de las dificultades y peligros que lleva consigo la empresa de gobernar un país tan hondamente perturbado.
Alentado,
sin embargo, por la resolución propia de mi raza, que antes busca que esquiva
el peligro, decidido a inspirarme únicamente en el bien del país, y a colocarme
por cima de todos los partidos, resuelto a cumplir religiosamente el juramento
por mí prometido a las Cortes Constituyentes, y pronto a hacer todo linaje de
sacrificios por dar a este valeroso pueblo la paz que necesita, la libertad que
merece y la grandeza a que su gloriosa historia y la virtud y constancia de sus
hijos le dan derecho, creí que la corta experiencia de mi vida en el arte de
mandar sería suplida por la lealtad de mi carácter, y que hallaría poderosa
ayuda para conjurar los peligros y vencer las dificultades que no se ocultaban
a mi vista, en las simpatías de todos los españoles amantes de su patria,
deseosos ya de poner término a las sangrientas y estériles luchas que hace
tanto tiempo desgarran sus entrañas.
Conozco
que me engañó mi buen deseo. Dos años largos ha que ciño la corona de España, y
la España vive en constante lucha, viendo cada más lejana la era de paz y de
ventura que tan ardientemente anhelo. Si fuesen extranjeros los enemigos de su
dicha, entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería
el primero en combatiros; pero todos los que con la espada, con la pluma, con
la palabra agravan y perpetúan los males de la nación son españoles, todos,
invocan el dulce nombre de la patria, todos pelean y se agitan por su bien; y
entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio
clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la
opinión pública, es imposible atinar cual es la verdadera, y más imposible
todavía hallar el remedio para tamaños males.
Lo
he buscado ávidamente dentro de la ley, y no lo he hallado. Fuera de la ley no
ha de buscarlo quien ha prometido observarla. Nadie achacará á flaqueza de
ánimo mi resolución. No había peligro que me moviera a desceñirme la corona si
creyera que la llevaba en mis sienes para bien de los españoles, ni causó mella
en mi ánimo el que corrió la vida de mi augusta esposa, que en este solemne
momento manifiesta, como yo el vivo deseo de que en su día se indulte a los
autores de aquel atentado. Pero tengo hoy la firmísima convicción de que serían
estériles mis esfuerzos e irrealizables mis propósitos.
Estas
son, señores diputados, las razones que me mueven a devolver a la nación; y en
su nombre a vosotros, la corona que me ofrecía el voto nacional, haciendo de
ella renuncia por mí, por mis hijos y sucesores.
Estad
seguros de que al despedirme de la corona no me desprendo del amor a esta
España tan noble como desgraciada, y de que no llevo otro pesar que el de no
haberme sido posible procurarla todo el bien qué mi leal corazón para ella
apetecía.
Amadeo.
Palacio de Madrid, 11 de febrero de 1873
https://historia.nationalgeographic.com.es/a/amadeo-i-saboya-rey-desafortunado_15557
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