El coche Ford (si puedo probar suerte con una de esas ideas nuevas con que nos importunan los periódicos) es un producto típico de la época. Lo mejor que tiene es aquello por lo cual es despreciado: su pequeñez. Y lo peor que tiene es aquello por lo que es alabado: es un producto en serie. Su pequeñez, claro está, es el tema de infinitos chistes americanos sobre el hombre que atrapa un Ford como una mosca o posiblemente como una pulga. Pero nadie parece notar que esa difusión de los viajes en automóvil (por equivocados que sean el motivo y el método) está en realidad en completa contradicción con esa charla fatalista sobre los monopolios y concentraciones inevitables. El ferrocarril está decayendo a ojos vista, los pájaros hacen sus nidos en las señales, y los lobos, por así decirlo, en las salas de espera. Y el ferrocarril era realmente un modo de viajar comunal y concentrado, como el de una utopía de socialistas. El viajero libre y solitario vuelve a aparecer ante nuestros ojos; no siempre, es verdad, equipado con zurrón y concha, aunque sí habiendo recuperado en cierta medida la libertad del camino real, a la manera de la Inglaterra Feliz. Pero tampoco es ésta la única cosa antigua que ese modo de viajar ha revivido. (...) En esa medida limitada, el automóvil Ford es ya un retorno al hombre libre. Si bien no posee tres acres y una vaca, posee el inadecuado sustituto de tres mil millas, y un auto. No quiero decir que esta evolución satisfaga mis teorías. Pero digo, sí, que destruye las teorías de otros; todas las teorías que consideran lo colectivo como cosa del futuro y lo individual como cosa del pasado. Aun en el camino especial y asfixiante de la ciencia y la maquinaria, los hechos van contra sus teorías.
Con todo, nunca he oído que alabaran real e inteligentemente por eso al señor Ford y su cochecito. Desde luego que con frecuencia he oído que lo alaban por todas las ventajas de lo que se llama estandarización.
G. K. Chesterton, Los límites de la cordura. El distributismo y la cuestión social, Madrid, El buey mudo, 2010, páginas 177 y 178.
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