martes, 28 de abril de 2015

LUIS XIV

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Que el valor y el papel de Luis XIV sean objeto de juicios muy diversos, es el destino ordinario de los grandes hombres. Pero esas contradicciones se atenúan ampliamente si se pone cuidado en distinguir entre las fases de su vida y en ver así en sus matices justos al Luis XIV modelado jocundamente por Bernini hacia 1665; el de la madurez, al que pinta Mignard, coronado por la Victoria; y, por fin, el de la vejez, tal y como lo conserva la célebre cara de Antonio Benoist. Saint-Simon, que apenas lo quería, reconocía que poseía a la vez la majestad y la gracia, "un rostro perfecto con el aspecto más grande y el porte más majestuoso que jamás se hayan visto". En 1661, a los veintitrés años, añadía a su hermosura, la fuerza corporal y el ardor vital. Hombre, sin duda, de inteligencia media, pero de gran buen sentido, era perfectamente dueño de sí mismo, siempre cortés. Sus frases eran de una extremada prudencia. Distaba mucho de no tener cultura. Hablaba español e italiano. Había aprendido a tocar la guitarra con un compositor italiano afrancesado, Roberto de Visée. Debía, sobre todo, a Mazarino una sólida formación política. Plenamente consciente de la grandeza de su misión, trabajó mucho. "Se reina gracias al trabajo", escribió, "y para eso se reina". Su carácter serio y reflexivo, y su robusta salud le permitieron asumir, durante cincuenta y cuatro años, la abrumadora tarea que constituía, tal y como él lo concebía, su oficio de rey, así como la vida de representación que ese oficio aparejaba. Sin embargo, al lado de sus grandes cualidades, cabe distinguir un orgullo indiscutible y tenaces rencores. Con la edad, el exceso de confianza en sí mismo le hizo a veces perder su prudencia y su mesura naturales.
René Pillorget, Del absoutismo a las revoluciones
en Historia Universal, Pamplona, Eunsa, página 234.

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