No existe un texto contemporáneo fidedigno que exprese de una manera rotunda que esta frase haya sido pronunciada por Enrique IV. Sin embargo, sintetiza perfectamente su pensamiento y la tradición ha venido repitiéndola hasta nuestros días. Tendríamos que recordar las circunstancias en que la frase se formuló. En el año 1589 el último de los Valois había sido asesinado. No tenía descendencia y había sido nombrado, como sucesor, a este Enrique IV de Borbón, el primero de los Borbones reales, cuñado suyo y primo lejano, como descendiente de san Luis.
(...) sólo quedaba un obstáculo entre él y la corona: la abjuración del calvinismo y la conversión al catolicismo. Iba a ser la segunda vez que abjuraba. En la matanza de San Bartolomé, once años antes, ya se había convertido cuando el rey Carlos IX, hermano de Enrique III, también católico, le había amenazado con un dilema: la misa o la muerte. Enrique IV no lo dudó un instante y escogió la misa. Pero si en 1582 se hizo católico para evitar la muerte, en 1593 lo hizo puramente por una razón de Estado. La conversión de Enrique IV acaba con la entrada en París; al abjurar solemnemente en la abadía de Saint Denis (...), puso fin a las guerras de religión (...). Ya entrado en París Enrique IV hizo algo insólito. Perdonar a todos sus enemigos después de tanta sangre derramada. Sólo exilió a un centenar de los más exaltados.
Comenzaba la era de este rey que no fue quizás un buen rey, pero sí un gran rey. En lo cual hay bastantes matices de diferencia. Un personaje espléndido que no sólo sabía estar al servicio de los acontecimientos, sino que era capaz de crearlos. Y la frase irónica y prevolteriana según la cual París bien valía una misa es arquetípica y se cita siglos más tarde como modelo de ansias de poder y de anteponer a todo las razones de Estado.
Néstor Luján, Cuento de cuentos, Origen y aventura de ciertas palabras y frases proverbiales,
Barcelona, Círculo de Lectores, 1995, páginas 210 y 211.
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