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Avanzaba
la noche. Ya habían caído en las honduras del tiempo pasado las horas del 2 de
Enero de 1874 y entrábamos en la madrugada del 3. La votación por papeletas se
deslizaba lenta, triste, cadenciosa y somnífera, reproduciendo en los espíritus
la pesadez atmosférica de la tempestad que sobre el Congreso se cernía. En los
aires sobrevino el silencio lúgubre que precede a los grandes estallidos de la
electricidad. No vean mis lectores en esto más que un fenómeno subjetivo,
producto de mi caldeada imaginación. La tempestad no estaba en los aires sino
en la Historia de España.
A una hora que debía de ser molesta para los trasnochadores
más empedernidos, las cinco o las seis de la madrugada, terminó la parsimoniosa
votación para elegir nuevo Gobierno, y se dio comienzo al escrutinio con
prolijos trámites a fin de garantizar la más escrupulosa exactitud. En esto
estábamos cuando retumbó sobre nuestras cabezas un trueno formidable. Retembló
el edificio, se estremecieron todos los corazones, vibraron todos los
nervios... Subió Salmerón a la Presidencia, y demudado, lívida la faz,
centelleantes los ojos, dijo solemnemente estas fatídicas palabras:
-Señores
diputados: hace pocos momentos he recibido un recado u orden del Capitán
General de Madrid -creo que debe ser ex-Capitán General-, quien por medio de
sus ayudantes nos conmina para que desalojemos este local en un término perentorio.
El
rayo corrió por toda la Sala en menos de un segundo, levantando a muchos de sus
asientos, y oyéronse estas voces:
-¡Nunca!,
¡Nunca!
Benito
Pérez Galdós, Episodios Nacionales,
Aguilar, Madrid 1981, páginas 469 y 470.
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