Afrancesados, afrancesamiento. Estas palabras evocan una doble realidad, cuya distinción es cosa obligada si se pretende llegar a conocerla. Existe el afrancesamiento como influencia cultural e ideológica igual que existe la españolización o el europeísmo como fenómenos de carácter general, como grandes corrientes que, repetidas a lo largo de los siglos con intervalos diversos, van trazando sobre un mapa ideal del mundo las corrientes históricas, en todo semejantes a las marinas que saltan a la vista en las cartas geográficas. Su existencia, ineludible por otra parte, se debe en primer lugar al simple hecho de la relación y continuidad físicas existentes entre estados y países de distintas razas, lenguas, religiones y espíritus. La diferencia engendra el intercambio, la moda y los fenómenos de influencia. Uno de estos fenómenos es el afrancesamiento.
Pero esta corriente de influencias que nos llega del vecino país se ha repetido con frecuencia diversa a lo largo de nuestra historia, puesto que hay un afrancesamiento medieval, otro al advenimiento de los Borbones, un tercero con la asimilación en las postrimerías del siglo XVIII de las doctrinas racionalistas y liberales.
Junto con este afrancesamiento ideológico, pero con distinto carácter, tiene lugar en los años de la guerra de la Independencia otro político, material, cuya característica principal, colaboracionismo, ha hecho que le sea atribuido el título con carácter de exclusiva que no tiene.
En estos años que pretendemos historiar se dan con simultaneidad, que en ocasiones ha creado confusión, dos fenómenos que la indiferencia gramatical ha contribuido a superponer y confundir. Se trata del afrancesamiento ideológico o liberalismo y del político o colaboracionismo, cuyos representantes son designados con absoluta unanimidad con el adjetivo de afrancesados, pese a ser los primeros los que han sufrido una mayor influencia del espíritu francés.
Miguel Artola, Los afrancesados, Altaya, Barcelona 1997, págs. 11 y 12.
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