La tierra natal ya había sido liberada… Morir resultaba del
todo insoportable, enterrar resultaba insoportable. Nos explicaban que todavía
debíamos rematar al enemigo. El enemigo aún era peligroso… Lo comprendíamos…
Pero ¡que pena daba morir!...
“Recuerdo muchas pancartas a lo largo de las carreteras,
parecían cruces: “¡Esta es la maldita tierra alemana!”. Todos recuerdan esa
pancarta…
“Y todos esperaban ese momento… Lo veremos… Lo entenderemos…
¿De dónde procedían? ¿Cómo era su país? ¿Serían personas normales y corrientes?
¿Vivirían igual que nosotros? En el frente ni me imaginaba que sería capaz de
leer de nuevo a Heine. Y antes era mi poeta preferido. Ya no podría volver a
escuchar la música de Wagner… Crecí en una familia de músicos profesionales, me
encantaba la música alemana: Bach, Beethoven. ¡El gran Bach! Los borré de mi
mundo. Habíamos visto… Nos enseñaron los crematorios… El campo de concentración
de Auschwitz… Montañas enteras de ropa de mujer, de zapatitos infantiles… La
ceniza gris… Después la habían utilizado como fertilizante en los campos donde
cultivaban repollos. Lechugas… No fui capaz de seguir escuchando música
alemana… Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que volví a Bach. Hasta que toqué de
nuevo a Mozart.
Aglaia Borísovna Nesteruk, sargento, transmisiones.
Svetlana Alexiévich, La guerra no tiene rostro de mujer,
Barcelona, Debate, 2015, página 342.
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