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Reina a los tres años, declarada mayor de edad a los trece, casada -contra su voluntad- a los dieciséis, separada a los diecisiete, y destronada a los treinta y ocho, Isabel II es un caso extraordinario de precocidad. Su vida, desde la primera infancia, estuvo rodeada de avatares, incertidumbres y lances poco comunes, en los que ella hizo al mismo tiempo, y de manera desconcertante, de protagonista y de víctima. Y tras aquella aventura vital azarosa, sorprendida cada día por un hecho inesperado, Isabel va a vivir la segunda mitad de su paso por este mundo -de los 38 a los 74 años- como una desterrada cuya existencia no interesa a casi nadie, ni siquiera -cuando menos en el plano oficial- a su hijo el rey; de suerte que por ella ya no se preocupan ni los políticos ni los cortesanos, ni, por supuesto, la inmensa mayoría de los españoles, que no han tardado en olvidarla. Hasta el punto de que más de una persona culta de hoy hubiera juzgado falso un documento firmado por Isabel en el siglo XX. Isabel II es hija de una época, la época isabelina, es el centro y símbolo de ella, y, curiosamente, en virtud de su propia precocidad, sobrevivió a su propia época y quedó como una isla solitaria, rumiando su destierro en el espacio y en el tiempo, reliquia de sí misma, muerta para la historia.
José Luis Comellas, Isabel II una reina y un reinado, Barcelona, Ariel, 1999, página 7.
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