lunes, 1 de febrero de 2016

EL PRESENTE

Sólo me interesa el presente porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida.
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Hay un día en que la vejez se junta con la enfermedad. Ya no se sabe si duelen los años o si consisto en mis enfermedades. Los males son rotatorios y me rondan todo el cuerpo. Como cuervos merenderos, cada día se posan en una rama del fino árbol de sangre. Pero entre tanta negrura variada y venidera, veo con lucidez que envejecer es recuperar el presente. De niño se vive en el presente. Luego, de hombre, abandonamos aquella tarde de vencejos y campanas, aquellos juegos, y nos vamos una temporada al oficio de vivir, al ejercicio de ser adultos. Y esa temporada, esa momentánea ausencia, esa llamada urgente de la vida, que llama como una mujer (a lo mejor son la misma cosa), resulta que es la existencia entera. De viejo se ve, de pronto, que ahí, allí, allá, nos dejamos todo el calendario desbaratado de nuestra biografía.
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He perdido mi vida viviendo. Ahora soy un rebaño de enfermedades, pero recupero lentamente el presente, el ahora mismo, tanta belleza no atendida como olvidamos a través de la vida.
A lo más que ha llegado uno es a sustituir los crepúsculos salvajes y hermosos del cielo  por los crepúsculos tipográficos de los poetas. Que sinsentido, que juego "adulto". Pero el presente existe, es el mismo de la infancia y tiene una segunda epifanía en la vejez. El hombre es ser de lejanías, como dijera el filósofo, porque vive del proyecto del pasado o la memoria del futuro, que sólo es el revés de lo mismo. (Y luego, la definitiva lejanía de la muerte.) El presente existe, digo, y está ahí a la vista. Son las mismas luces matinales, la misma cultura de oros de la tarde que dura. El presente existe y lo desatendemos toda la vida, llevados de la urgencia falsa de vivir. He envejecido y tengo enfermedades porque aquella tarde de la infancia/adolescencia me escapé del paraíso o de mi barrio. Hoy vuelvo a ser rehén de la luz, quieto en lo quieto y se reanuda para mí, visible y hermosa, la elipse de los cielos, la nada mitológica, el viento mismo, el mismo viento, la luz que siempre vuelve en figura actualísima y ociosa de tarde con vencejos, de gran noche.

Francisco Umbral, Un ser de lejanías, Barcelona, Planeta, 2001, págs. 36, 142-144.

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