Llegó septiembre de 1868; ocurrió el alzamiento del día 29, tan sonado; surgieron por todas partes Juntas revolucionarias; vibraron los himnos patrióticos; proclamóse la soberanía nacional; y en medio del mayor entusiasmo una constitución democrática fue promulgada. Pues lo mismo que si no se hubiese promulgado nada. Se habló de obstáculos tradicionales, y el trono del monarca fue derribado; pero el verdadero obstáculo tradicional, el trono del cacique, quedó incólume, y todo aquel aparato teatral, manifiesto de Cádiz, Juntas revolucionarias, destronamiento de la reina, Constitución democrática, soberanía nacional, no pasó de la categoría de pirotecnia; la graduamos de revolución, y no fue más que un simulacro de revolución. Todo aquel estado de corrupción y de servidumbre, (...) subsiste íntegro treinta y dos años después salvo haberse agravado con la hipocresía de la soberanía nacional y del sufragio universal, escarnio e inri de la España crucificada. Lo mismo que antes la nación sigue viviendo sin leyes, sin garantías, sin tribunales, sujeta al mismo degradante yugo de aquel feudalismo inorgánico que mantiene a España separada de Europa por toda la distancia de una edad histórica.
J. Costa, Oligarquía y caciquismo, Antología, Madrid, 1967, p. 20.
En María Victoria López-Cordón, La Revolución de 1868 y la I República,
Madrid, Siglo XXI, págs. 157 y 158.
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